¿Para quien escribo yo entonces?
Este tipo de autocondicionamiento se ha manifestado por si sólo a lo largo de nuestra existencia tomando formas predecibles, pero adorables.
Cuando era una niña – no hace mucho, que quede claro- lo usaba como arma divina de protección: “Diosito, si mi mamá no me reta por haber sacado la bicicleta tan tarde…prometo que, hasta el viernes, no le pido permiso para nada”. Y como si Dios me hubiese escuchado atento…nada ocurría. Claro está que del pacto ni me acordé, la alegría parecía ser suficiente agradecimiento. Además, todos sabemos que Dios es tan bakan (la palabra taquillera del día) que de tan solo verme feliz él se daba por pagado. ¿Se dan cuenta de lo adorable de la situación? Es que yo era…perdón, SOY una inocente chica.
Cuando la adolescencia comenzó– ojo que también fue hace muy poco- la petición era similar, pero las circunstancias distintas. “Diosito, si me va bien en la prueba de algebra te prometo que para la coeficiente dos estudio”. Qué diablos le importa a Dios que tú estudies o no. Pero ahí estás angustiadísima pidiéndoselo como si para él esto fuera más importante que evitar un choque o algo por el estilo. Sí, las pruebas coeficiente dos eran de mi época, tengo entendido que desaparecieron junto con la asignatura de “Castellano”.
Llego a la posición actual de mí existir: el camino hacia la adultez que es, sin lugar a duda, la etapa en que estas promesas necesitan dejar de ser falsas porque casi siempre depende tu estabilidad emocional de que aquello ocurra. Las situaciones son mucho más complejas; primero, porque mi madre ya no se enoja porque saco la bicicleta tarde y segundo, porque lo de no estudiar es casi imposible si deseas mantener tu camino hacia la independencia económica.
Convertirte en adulto implica, necesariamente, dejar de hacer estupideces sólo porque se te antoja. Ya eres responsable de cada uno de tus actos. Repito, cada uno de tus actos y, por lo tanto, tienes la obligación intima de dejar ese complejo suicida de “hacer lo que prometiste no volver a hacer”. Ya no se lo prometes a Diosito sino que en un acto más adulto y neutro sólo te lo prometes a ti misma en un eterno monólogo mental bajo la ducha.
Todos tenemos esa maldita y perpetua moraleja que jamás usamos. Sabemos que hay algo que no podemos hacer y, peor aún, sabemos que no es una restricción azarosa sino que empíricamente argumentada. Sin embargo, volvemos a caer. Lo admito soy una maldita REINCIDENTE. He faltado a mi credo y me he vuelto a condenar. Son cosas que pasan, la mete humana es débil. En realidad el humano es rematadamente débil. Aunque debo admitir, aquí entre nos, en un acto de inmadurez absoluta, que maripositas vuelan en el estómago y que disfruto de este retroceso en mi planificada rehabilitación, pero sé que la alegría durará poco: puedo asegurar que la realidad se reirá a carcajadas de mi error.
Esta es mi reflexión de hoy. Sí, la verdad es que sólo lo hice para no sentirme tan sola en este proceso e invitarlos a pensar y entristecerse por sus propias e inconclusas promesas.
Como siempre…ha sido un gusto.
---------------------------------------------