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7 de octubre de 2006




Por: alguien que olvidó su nombre


Suicidio

Lo vi partir temprano por la mañana, llevaba un par de bolsos desastrados. Al principio pensé que sólo había ido al mercado a comprar, tal como lo hacia todos los domingos. Pero al entrar a su pieza, me percaté que su cama estaba cuidadosamente armada, sin ninguna arruga en las sábanas y el almohadón había sido sacudido para que las escasas plumas parecieran mullidas.
Ese día suspiré más de cien veces, uno de mis regalones de la pensión se había marchado sin siquiera avisarme y a quizás donde.
Revisé su pieza cautelosamente. Encontré todo en perfecto estado, las cortinas estaban corridas como si se hubiera dedicado a ver el amanecer. Recuerdo aquel gélido amanecer, las ventanas estaban transpiradas por el contraste térmico, a pesar de eso se podía ver toda la ciudad. Las montañas parecían sobrepuestas sobre los edificios y casas diminutas.
Más de una vez vi a mi querido poeta dibujar y escribir versos con sus dedos en la ventana. Lo hacía cada vez que se aburría de escribir en su libreta. Lo único que le importaba era escribir, no interesaba donde. Tenía la impetuosa necesidad de transcribir sus pensamientos en palabras. Una vez sentados en una de las bancas del parque me confesó que estaba cansado. Ni siquiera eso me lo dijo mirándome a los ojos, lo escribió con una rama como lápiz y el amplio oasis de tierra arenosa como pergamino. No quise mirarlo, podía sentir la tristeza en su respirar, sólo una lágrima que calló en su rodilla, me alertó que estaba en lo cierto.
No quería que se fuera de mi lado, era su presencia un alivio para mis penas. Yo hablaba y hablaba y él sin siquiera aproximarse a mis ojos, recitaba uno de sus poemas, que muchas veces, sin entenderlos, me reconfortaban.
Puedo ver a través de la luz tenue de su lámpara su rostro sereno, sus ojos esquivos pero expresivos, su barba descuidada con matices rojizos, su piel quemada por el sol y sus tupidas cejas, su largo cuello, su frente sin arrugas y sus rulos despeinados. Repaso en mi mente su peculiar forma de caminar, relajada y sin apuros, sus pies se despegaban del suelo y su mirada se perdía en el horizonte. Nunca usaba zapatos, un par de sandalias era todo lo que poseía para recorrer durante horas los parques y calles solitarias de la ciudad. Aunque el frío le calara los huesos él no usaba abrigos, trató que yo siguiera su ejemplo, pero no pude entender que creyera que el frío era mental y que yo era capaz de controlar mis sentidos.
Seguí indagando en su habitación y encontré sus bolígrafos en un rincón del cajón de su velador. Eran cinco en total y extrañamente estaban todos gastados y sus tapas estaban nerviosamente mordidas.
En el estante casi vacío encontré una bolsa con una cajita pequeña. Su contenido lo había retirado, pero por la boleta supe que se había comprado un reloj de pulsera. Mi poeta nunca usó reloj, decía que eso era para la gente que no disfrutaba los momentos intensos de la vida.
En una carpeta detrás del respaldo de la cama estaban todos sus poemas. Algunos rigurosamente archivados, otros arrugados y amarillentos por el pasar del tiempo. Todos tenían fecha en el costado izquierdo de cada hoja. Hojeé algunos y vi que el último lo había escrito hoy. No me atreví a leerlo, temí que dijera algo que yo no quisiera. Cerré la puerta del estante y me senté en la sala de estar.
Tomé un cigarrillo y fumé lentamente para tratar que el humo consumiera todos los malos pronósticos imposibles de evadir.
Sabía que mi poeta no se había ido por no cancelarme la renta. Él había pasado por crisis económicas, ya que sus poemas no eran muy bien pagados, pero esa nunca sería una razón para marcharse.
Pasaban los meses y yo no sabía nada de él. Me sentaba todos los días en las escalinatas del pórtico a esperar que llegara aunque sea a saludarme. Los demás pensionistas me decían que no lo esperara más, que ese pobre loco se había matado. Poco a poco me convencí de eso, no podía vivir creyendo que él volvería. Tomé sus poemas que había leído una y otra vez y los tiré al mar. Me imaginé que ese sería su último deseo, que sus versos flotaran por las espumosas olas y que se pierdan en el tiempo como el episodio final de su corta vida.
Un lunes por la mañana partí rumbo al banco. Odiaba ir a ese lugar, donde cada vez la atención al público era peor. Después de hacer una larga cola, me instalé junto a la caseta. Pasé unos papeles y algunos cheques sin levantar la vista. Hurgué mi cartera en busca de una lapicera y divisé la mano del banquero que se aproximaba a ofrecerme uno. Lo miré a los ojos y él rehuyó mi mirada centrándose en el papeleo que debía realizar. Lo observé detenidamente. No tenía barba y su pelo crespo estaba peinado con una abundante cantidad de gel. Su piel era blanquísima y su frente estaba muy arrugada, pero era él. Mi poeta que tanto extrañaba pero que al verlo quise imaginar no haberlo notado entre tanta gente.
Era triste mirarlo y notar en sus ojos la tristeza, el desencantamiento del mundo.
Tomé mis cosas y me marché, mi poeta descansaba entre las olas de aquel mar que recibió sus poemas. Sus chancletas descansaban bajo mi cama y sus sentencias y sueños bailaban con los peces que reían con sus versos.

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